Leía días pasados una entrevista al alcalde de Londres, Boris Johnson, que me hizo reflexionar acerca de cómo las personas menores de treinta años están construyendo, o adaptando, su identidad cultural.
Decía el alcalde Johnson de su ciudad que era fantástica, un sitio donde la gente, “desesperadamente”, quiere vivir y trabajar. “Es la envidia del mundo, por ser un preeminente centro de la cultura, generador del poder económico y lugar de oportunidades sin paralelo.”
Un rato después, en uno de esos canales de televisión por cable escuchaba a una famosa cantante pop londinense decir que ojalá pudiera vivir en una ciudad distinta a la suya porque encontraba a Londres, y a su gente, muy agresiva, ruidosa y poco amable con las personas. Quedé un poco sorprendido no tanto por el antagonismo entre ambas opiniones sino por los valores desde los cuales cada una de estas personas construyeron sus juicios.
Hace unas pocas décadas, la identidad cultural se formaba en las escuelas, guiados por maestros que inculcaban la historia patria y el valor de las culturas ancestrales. Y en los hogares, según las costumbres y hábitos propios del lugar de origen o crianza de los padres. Así las cosas, muchos de nosotros crecimos apegados a valores heredados, compartidos con nuestros pares, en los que nos reforzamos colectivamente con una cantidad de rituales cotidianos.
Pero llegó Internet. Y con él, la globalización de la economía, el conocimiento, los negocios, las costumbres y hasta la gastronomía del mundo entero. Las posibilidades académicas se multiplicaron; los sabores posibles ya no estaban limitados a los de la tienda vecina ni a dos o tres restaurantes internacionales; la geografía ya no era una pesada materia de la secundaria sino que se convirtió en un divertido paseo por “Google Earth”. Los límites a nuestras posibilidades desaparecieron. Y todo eso ocurrió hace menos de veinte años, lo cual implica que los individuos menores de treinta años nunca conocieron un mundo distinto.
Ellos crecieron con la posibilidad del conocimiento “en tiempo real”; tan superficial o profundo como deseen. Toda la ropa, toda la música, toda la gastronomía, todos los deportes, todos los hobbies, todos los países, las costumbres, las personas. Todo está ahí, para que cada uno construya su propio mundo, y obtenga una identidad a la medida. Sin herencias, prejuicios, dogmas, temores, restricciones o ataduras.
Hoy encontramos individuos más libres, con bajo apego al dinero y menos aún a las empresas en las que trabajan. Estudian o han estudiado en países distintos al de nacimiento. Y luego de estudiar, muchos se quedan a hacer su vida en el extranjero. Son polifacéticos, no viven necesariamente de su profesión. Trabajan para vivir y no al revés. Eclécticos, definen su identidad a partir de gustos, preferencias y valores muy propios, íntimos, conciliando lo que es mejor para sus vidas sin importar de donde venga o adonde haya que ir a buscarlo.